César Antonio López

LAS CIEGAS PUPILAS DEL VIAJANTE

Enfrentar el paisaje no es labor exclusiva de la mirada, se requiere por encima de todo, un espíritu que se ubica más allá de los juegos de la vista y que, sin embargo, no les excluye de sus vitales ritmos. Surge así la figura del viajante; no el turista, comprometido únicamente con la obviedad, con lo que a simple vista y desde las más trilladas postales sobrevive teniendo como sola variante la presencia del dueño de la cámara. El paisaje visto así es una estructura inmutable, inerte en tiempos y espacios perdidos. No. El viajante que aquí interesa es el que busca en el paisaje que le enfrenta con toda su violencia, aquello que no está ahí y que sin embargo, sobrevive de manera indudable, incluida la propia presencia. Primero el viajante pone la vista en la piel, su tacto le recorre, el paisaje se ve plagado de sombras, figuras y vacíos que obligan a agudizar los sentidos, a ponerse en contacto con un todo tan abrumador que sus formas se muestren inexplicables y no por eso menos atractivas. Hay entonces trampas, fugas que obligan la carrera hacia ninguna parte, juegos en fin, en que los claro oscuros ocultan algo que sólo está ahí para los que se atreven a buscar un punto en donde ubicarse, fuera de sí mismos y dentro de ese espacio al que no se pertenece sino por el temblor de piel, por los pies siempre descalzos que con su hormigueo recorren el terreno con la clara conciencia de no pertenecer.
Luego, el viajante encuentra formas que le son más propias y que son un riesgo constante. Las líneas juegan ahora al borde del espacio que les contiene, arriesgan el paso a las esquinas siempre sin dar el último salto, pues este es tarea del que se ha atrevido en los paisajes multiformes. Este paisaje es entonces una forma de conciencia vital, cada una de las líneas es un tatuaje que contiene la experiencia del camino recorrido. Todo rincón al que se mira es una proyección del mundo que se habita y que habita en el viajante. La línea en formas tan diversas es siempre un peligro pues amenaza, ya se dijo, con salir del espacio que les contiene, pero el viajante le sostiene en su sabiduría inalcanzable pero siempre anhelada, para finalmente dejarle ser libre, y destructora.
He aquí el tercer momento de la triada del viajante, la necesaria destrucción del paisaje vivido. Es ahora un terreno vacío, destruido con violencia; hay colores, figuras naturales desbordantes y rompientes. Pero este mismo paso representa la simiente, de él se ha de formar todo lo que está por venir, lo que se ha de formar en la vida del viajante y en su mundo que ahora es otro, es su responsabilidad ya no reconstruir sino reconfigurar y proyectar el universo que le ha salido de sangre y alma. Es ese mundo que ya no es otro sólo para él, el viajante, sino para todos aquellos que le compartimos el camino trayendo también las geografías propias.
Esas son, creo, tres de las etapas que César Antonio López nos comparte en la exposición de la cual hoy formamos parte. No son estas, imágenes que se puedan contemplar como una simple fotografía de recuerdos (sin demeritar el valor de estas), pues en ellas está contenida no sólo la experiencia de un hombre, de una persona, sino de ese viajante que ya sea desde el deseo, el recuerdo de los paisajes contemplados, la vuelta a las Ítacas de ensueños, los tragos amargos de la realidad que en los retornos, tan cambiante nos devora o larguísimos etcéteras, somos todos. César contiene en su obra, primero, aquello que parecía inatrapable. El blanco y negro le son ideales para, en tremenda paradoja, liberar ante el espíritu lo que la mirada atrapó de un solo golpe. Pero también le servirá en el momento en que las líneas jueguen con esos espacios que les habíamos concedido para liberarse luego con la colorida violencia que le corresponde.
Los paisajes que hoy compartimos más allá de los muros que celosos cumplen su misión de resguardo son íntimos y, por ello, universales, de todos, en fin, los que atreven el nombre de viajante con todo lo que su peso conlleva.

Francisco de León.
Ciudad de México, julio de 2008.